Él me llamó mientras intentaba
hacerle un estanque a mi pecho.
Y en la noche apacible de mi cocina
me apuñala el aullido de ese perro
que no dejó de llorar durante todo el día.
Tal vez, presintió y sabe de mi sofocada voz.
Y el bandoneon de Piazzolla
se me entierra como una daga diciendo
el adiós que no me sale, que no alcanzo
porque ya me cansé de correr los adioses.
Y el perro debe sentir las dagas
de las dulzuras de Astor
que perforan los sentidos y la razón,
porque sigue aullando por mí.